Maow II, 2025
Stéphane Foucaud

Una pequeña pandilla en un carrito de golf se instaló en nuestro peligroso barrio: jóvenes ricos respaldados por mi primo pequeño porque iban al mismo instituto. "¡Son unos cabrones, sin 'negocios'!", me aseguró. Este término se refería a los jóvenes que revendían la mitad de sus compras de cannabis para recuperar el dinero. Sin experiencia en el tráfico, a menudo los pillaba la policía y se salían con la suya delatando a traficantes honestos como yo. Este acuerdo solía ser gestionado por los abogados de sus padres. Aun así, le comenté a mi primo: "¡La próxima vez vendrán en coche y los veremos por todo el barrio con su botecito de yogur!".

A pesar del dicho, el dinero huele, sobre todo los billetes gastados de 5.000 francos que me llevé a la nariz mientras los rubios, por su parte, olfateaban mi hierba fresca, en plena "gutación" (savia subiendo). Mi pequeño negocio iba viento en popa. Conseguí clientes de "Bald Babane", un título redundante para un viejo camello de calva brillante, cuyos drones de reparto habían sido interceptados por la gendarmería. Los clientes habituales de Java Pop, llamado así por sus peinados ultracoloridos y su origen javanés, también habían recurrido a mí. El adulterio fue su perdición: su futura exesposa incluso había llegado al extremo de guiar a la policía para que lo arrestara frente a su cultivo interior.

Sin embargo, la afluencia de "pegatinas" (adictos que fumaban porros hasta el filtro) desató mi paranoia, sobre todo en el trabajo, cuando tenía que atender a los chicos de la BAC (Brigada Anticrimen) en el surtidor. Mi trabajo en la gasolinera me servía de tapadera y me permitía captar clientes. Ofrecía discretamente una de mis muestras a los conductores que ya estaban un poco borrachos y se dirigían a una fiesta.

Atrapado en la euforia de mi ascenso al poder, no podía olvidar el contrato que me vinculaba con "Gros", un capo local que acababa de apoderarse del nuestro. Distribuía sus materias primas, lo que me evitaba las complicaciones de tratar con un productor-proveedor, pero a cambio tenía que ceder un porcentaje de mis ventas. Mi condición de revendedor implicaba menos riesgos criminales, pero un poco más físicos: los secuaces de Gros me atacarían al menor tropiezo.

El jefe, sentado en sus 180 kg, operaba desde su sillón alfombrado de pelo de gato. Ni siquiera tuve el valor de visitar a mi amigo Rico, en su cama de hospital, reducido a un rompecabezas tras enviarle el siguiente mensaje a "Big Matou" (su segundo apodo): "No te preocupes, Grandullón, tengo un plan para pagarte la semana que viene". La dulzura del Grandullón solo se filtraba a través de sus gatos, a quienes acariciaba constantemente en su regazo, su barriga o los reposabrazos del famoso sillón. Cada felino estaba entrenado para delatar a cualquiera en caso de un negocio turbio o para guiar a sus secuaces a diferentes escondites cada semana. Los gatos se sentaban sobre los paquetes de droga para localizarlos. Las criaturas siempre se iban tomando una ruta diferente para seguir la pista. Intenta explicarle la verdadera historia a la policía cuando te pillen con las manos en la masa. ¿Podríamos decir que un pequeño tigre nos habría obligado a seguirlo para intercambiar marihuana por una caja de pienso? Gros no consideró la entrega directa de los felinos al consumidor: temía demasiados secuestros o abusos por parte de ciertas personas desequilibradas contra sus protegidos.

Cassandre, mi favorito, y también la mascota del jefe, destacaba, encaramado en la mata de pelo de Gros como una esfinge. Me lo asignaban para cada carrera de orientación de pakalolo (cannabis en Polinesia). Para evitar levantar sospechas sobre una cuenta bancaria a reventar, al menos para un empleado de gasolinera, gastaba mis ganancias en el norte del país, donde las transacciones en efectivo eran más comunes. Las salidas financieras escaseaban, sobre todo cerca de las zonas tribales. Entonces llegó el día en que, en medio de una misión con Cassandre en un terreno baldío, el animal fue asustado y ahuyentado por un perro callejero antes de que tuviéramos tiempo de localizar el equipo. Y mi fugitivo no regresó. Una llamada anónima (cuyo origen podía adivinar fácilmente) me interrogó sobre la ausencia de mi compañero. Le expliqué entonces el desafortunado giro que había tomado la operación, lo que no cambió el veredicto de Gros: "No se trata sólo de reembolsar si no encuentras el paquete, ¡ya sabes cuál es el castigo por la falta de fiabilidad!"

Busqué por todo el terreno baldío, pero no pude encontrar mi entrega. Tenía que actuar rápido, sin entrar en pánico. Sin embargo, imágenes de Rico en su silla de ruedas no dejaban de cruzar mi mente. Atrapar a Cassandre antes que a su dueña era mi única moneda de cambio. Cayó la noche, y yo seguía barriendo las calles y jardines circundantes con mi foco, rezando para que Cassandre no hubiera vuelto ya a casa. Mi voz se oyó, a pesar de mi reciente conversión religiosa. Al oírme susurrar: "¡Gatito! ¡Gatito! ¡El perro travieso se ha ido!", un joven patinador me gritó: "¡Oye! ¡Será mejor que barras los árboles y veas si tu gato sigue vivo!". Efectivamente, impulsado por su instinto de supervivencia, el pequeño de Gros estaba atrapado en la copa de un árbol.

Una vez liberado, me arriesgué a esconderme con mi bulto de cuatro patas en mi bastión tribal. La banda del grandullón también tenía informantes en la región norte, agricultores locales involucrados en su negocio. Entonces envié un video en el que fingía tragarme a Cassandre mientras lo sujetaba por la nuca. El grandullón negoció de inmediato, por iniciativa propia, la devolución de Chouchou a cambio de retirar los cargos punitivos contra mí. Sin embargo, la aventura conjunta terminó para mí: las historias del apuesto Java Pop, recién salido de la cárcel, sobre la persistencia de sus nalgas doloridas, debido al contacto cercano y prolongado con sus compañeros de prisión, me disuadieron para siempre.