Marion Casters

El cuerpo me inspira y lo que lo habita también. Asqueado y asombrado a la vez por la mezcla de sus bellezas y sus fealdades, el hombre no deja de engendrar en mí el deseo de decirlo que me ciega. Su fuerza desproporcionada y, sin embargo, su enfermiza debilidad, sus sueños luminosos sofocados por sus certezas que bloquean toda la vista. Magullado por todas sus caídas y esculpido por todas sus esperanzas, de la opulencia a la carencia, de lo musculoso a lo huesudo, de la dulzura redondeada al dolor vacío, el cuerpo del hombre al mismo tiempo lo traiciona, lo sirve y lo realza, siempre de manera delicada y mezcla sinuosa que hay que descubrir, como el camino que la vida ha labrado al recorrerlo.
Si cada uno hace lo mejor que puede, entonces no hay belleza en nosotros sin su fealdad, ni fealdad sin su belleza. No quiero hacer del hombre una idea ordenada por el discurso, porque sólo hay piezas seleccionadas que no sabemos juntar, que ya no reconocemos y que ya no somos capaces de amar. No cortes al hombre, toma todo, mira todo, abraza todo. Guarda silencio y espéralo en la oscuridad, deja que su cuerpo aparezca para que pueda decir sus propias palabras, más allá de las palabras demasiado deslumbrantes y demasiado agudas.