Laurent Dierick

Nacido en Etterbeek (Bruselas - Bélgica) en 1978, aunque no tiene una clara predisposición por la pintura y arrastra los pies durante las visitas escolares a los museos mientras es castigado por guías envejecidos de la Venecia del Norte un poco demasiado extremistas para su gusto, Laurent Dierick sigue su caprichoso instinto autodidacta. A los 16 años se vuelve extrañamente hacia la pintura al óleo, después de haberse sentido atraído por el aspecto carnal de cualquier lienzo colgado en una pared banal. Después de un largo y solitario aprendizaje en su pequeña habitación de adolescente, bañada en dudosos aromas volátiles y creando imitaciones de la misma calaña, decidió en 2003 cambiar el óleo por acrílico y continuó su búsqueda de materiales. Esta técnica le permite explorar nuevas vías: collages, arena, yeso, colas, resinas, barnices, ... que superpone en capas sucesivas para entregar obras simbólicas entre la abstracción y la figuración. Sus pinturas, junto a la excesiva decrepitud de los materiales, abren un tema que se impone sin esfuerzo a sus ojos de una manera casi psicoanalítica: el desastre de Pripyat de abril de 1986 (Chernobyl). Vestido con una máscara y trabajando en los pasajes subterráneos del edificio que le sirve de techo, recrea fácilmente un mundo cercano a un sarcófago antinuclear. Sus influencias son múltiples y visibles y destacan en nombres estadounidenses, españoles y alemanes: Rauschenberg, Tapies y especialmente Kiefer. La escritura ya está omnipresente en sus obras en forma de oraciones claramente visibles (a veces etiquetadas, a veces tachadas pero siempre legibles) como advertencias lejanas; el significado de estas frases lapidadas, entre refranes populares y grafitis irrisorios, está tanto en la reflexión profunda como en el humor estrafalario, tanto en el diálogo entre texto y color como entre plano y relieve (Claude Stas). Después de 8 años de trabajo con acentos monocromáticos, el niño de Chernobyl deja caer sus máscaras por un tiempo. Luego invita al polvo a tapar un poco su estudio, y pone sus bolsas de influencias en otro edificio, que intentará explotar ya no en sus sótanos, sino en los pisos superiores, a la luz del día. Pero esta luz es demasiado cegadora y, después de una cuidadosa consideración e inspección de los pisos inferiores, decide invertir este lugar que conoce tan bien: el sótano. Este último, como cualquier entorno nuevo, influye en cada parte de la creación en la cabeza del creador, el trabajo se redirige automáticamente, como un ensueño.