A toda exposición le debería acompañar una banda sonora. Una posible para Llueve fuego podría ser el Burning Down the House de Talking Heads. La canción inicia con un
«¡Cuidado!» y termina con un significativo «combatiendo el fuego con fuego», jalonada por estrofas como esta: «Mi casa / es extraordinaria / Así es / No pretendo causar ningún mal / pero hay cosas que al alma arrastran sin igual», para volver siempre al conocido estribillo
«quemando la casa».
Entre las lecturas de la canción dominan aquellas que privilegian la imagen “quemar la casa” como la destrucción de algo viejo como paso a un estado de renovación, suponiendo una catarsis que rompe con la rutina y obliga a salir del ámbito de las seguridades que nos inmovilizan. Sin embargo, ¿qué ocurre si solamente hay demolición de lo conocido sin un
horizonte aún habitable?
Esta es la perspectiva desde la que parte Manuel Pérez, que transforma ahora la luz y el intenso cromatismo de los paisajes mediterráneos de exposiciones como Un jardín, un lobo (2013) o El jardín prohibido (2023), para ponerlo al servicio de un escenario de violencia y denuncia. Al hacerlo, pretente trascender cualquier panorama local, abordando cuestiones
universales que son sentidas desde una preocupante actualidad.
El mundo descrito en Llueve fuego aparece entonces bajo una atmósfera de emergencia y destrucción, cuya verdadera banda sonora es la del grupo Kamer Twee. Sus letras en latín anuncian un Apocalipsis que en la sala toma forma como horizonte nuclear o en bosques de cenizas, como consecuencia de la guerra, la contaminación o la avidez humana, bajo la mirada de unos cuervos en sus márgenes, para anunciar el mal agüero que se cierne sobre todo. Ello indica que, tras la destrucción, no vendrá una nueva aurora, sino el desconsuelo de una sociedad en ruinas.
Este cambio de ambiente es transmitido por una gama de colores donde el cielo no goza ya de la alegre saturación de antaño, enmarcando lúgubremente una escena en la que aún existen destellos de belleza, para que apreciemos lo que estamos perdiendo. Esta sensación es secundada por la habitual monumentalidad de su obra, cuya imponencia adquiere ahora más
importancia, gracias al eminente carácter escenográfico elegido para el Centro Párraga. La obra rodea a quien visita la exposición, con el fin de provocar que se sienta no frente a una realidad que le es ajena, sino dentro de una a la que pertenece.
Esta toma de posición es relevante, porque en esta escena emerge una condición apátrida del habitar, debido a que el contexto de la palabra “casa” ahora debería ser el planeta y no una realidad individual. En efecto, ¿a dónde podremos ir?, ¿qué lugar de encuentro será todavía posible?, si la casa común arde.
De esta manera, se muestra que no podemos reducir a cenizas la morada en la que vivimos, más aún si no existe el fulgor de un nuevo universo. Nos invita, pues, a una acción que reivindica un ethos: ético, en lo individual, y costumbre compartida en lo colectivo. Es el proyecto existencial que se basa en la construcción de la vida en relación con otras personas, insistiendo en la urgencia de concebir una cotidianidad diferente a la heredada.
Se hace evidente entonces que Manuel Pérez tiene presentes las palabras de Paul Klee en su Tribuna del arte y el tiempo: «El arte no reproduce lo visible, hace visible». Ahora lo lleva a cabo como aviso, aunque aún queda en sus manos la esperanza de una paleta –y con ella, un mundo– que de nuevo florezca. En la espera, sus cuadros nos estremecen, mostrando cómo las llamas bailan y el viento ruge, en un paisaje donde no se vislumbra una vía segura de escape ni refugio alguno. Estamos a la intemperie y sabiendo que toda chispa alberga el germen de una fatal explosión. Por ello, hay que activar las medidas que sean necesarias para evitar que nuestra casa arda sin remisión.
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